viernes, 18 de octubre de 2013

V

"Santa Ana

Hoy me siento triste, deprimido, mansamente desesperado. No encuentro aquí el sosiego que apetecía: mi cerebro está vacío de fe. Me engaño a veces a mí mismo; lo que pretendo creer, es puro sentimentalismo; es la sensación de la liturgia, del canto,del silencio de los claustros, de estas sombras que van y vienen calladamente... Ahora, en estos momentos, apenas si tengo fuerzas para escribir; la abulia paraliza mi voluntad. ¿Para qué? ¿Para qué hacer nada? Yo creo que la vida es el mal, y que todo lo que hagamos para acrecentar la vida, es fomentar esta perdurable agonía sobre un átomo perdido en lo infinito... Lo humano, lo justo sería acabar el dolor acabando la especie. Entonces, si la humanidad se decidiera a renunciar a este estúpido deseo de continuación, viviría siquiera un día plenamente, enormemente; gozaría siquiera un instante con toda la intensidad que nuestro organismo consiente. Y ya, después, el hombre acabaría en dulce senectud y ante sus ojos no se ofrecería el hórrido espectáculo de unas generaciones que entran dolorosamente en la vida —de unas generaciones que él ha creado inútilmente. Yo no sé si este ideal llegará a realizarse: exige desde luego un grado supremo de consciencia. Y el hombre no podrá llegar a él hasta que no disocie en absoluto y por modo definitivo las ideas de generación y de placer sensual... Sólo entonces, esto que llamaba Schopenhauer la Voluntad cesará de ser, cesará por lo menos en su estado consciente, que es el hombre. Y, ¿quién sabe si lo demás es en realidad? ¿Dónde está después de todo la seguridad de que lo objetivo existe? Berkeley no creía en lo objetivo. El mundo son nuestros sentidos; nuestros sentidos pueden ser una ilusión. Además, ¿cómo es el universo de grande? ¿Cómo saberlo sin término de comparación? Recuerdo haber leído en un libro de Lógica del médico Andrés Piquer, que si el mundo fuera como una naranja y de repente se achicase hasta el tamaño de una cabeza de alfiler, continuaríamos sus habitantes viendo todas las cosas en la misma proporción. Y ésta sí que es una broma lamentable: acaso la inmensidad del universo que los poetas cantan, sea un miserable puñado de lentejas, o cosa parecida, que un monstruo agita un momento en su mano... ¡Un momento! Porque el tiempo está en relación con nuestra receptividad de sensaciones; un insecto que vive un mes, vive tanto, a su juicio, como nosotros que vivimos cincuenta años. Y estos cincuenta años pudieran ser un segundo para un ser superior o distinto del hombre... He leído en alguna parte que si fuésemos capaces de observar distintamente diez mil acontecimientos en un segundo en vez de diez, como lo hacemos ahora por término medio, y nuestra vida contuviera el mismo número de impresiones, entonces ésta sería mil veces más corta... Viviríamos menos de un mes; no conoceríamos personalmente nada del cambio de las estaciones; si hubiésemos nacido en el invierno creeríamos en el verano como ahora creemos en los calores de la época carbonífera; los movimientos de los seres organizados serían tan lentos para nuestros sentidos que más bien los inferiríamos que los percibiríamos; el sol se mantendría inmóvil en el cielo; la luna apenas cambiaría... ¿Quién puede afirmar que los cincuenta años de nuestra vida no son un mes tan sólo y que esa época carbonífera será para otros seres distintos de nosotros que no existen, pero que pueden existir, lo que para nosotros el verano?
¡Esta vida es una cosa absurda! ¿Cuál es la causa final de la vida? No lo sabemos:unos hombres vienen después de otros hombres sobre un pedazo de materia que se llama mundo. Luego el mundo se hace inhabitable y los hombres perecen; más tarde los átomos se combinan de otra manera y dan nacimiento a un mundo flamante. Y, ¿así hasta lo infinito? Parece ser que no; un físico alemán —porque los alemanes son los que saben estas cosas— opina que la materia perderá al fin su energía potencial y quedará inservible para nuevas transmutaciones. ¡Digno remate! ¡Espectáculo sorprendente! La materia gastada de tanta muchedumbre de mundos, permanecerá —¿dónde?— eternamente como un inmenso montón de escombros... Y esta hipótesis —digna de ser axioma— que se llama la entropia del universo, al fin es un consuelo; es la promesa, un poco larga ¡ay!, del reposo de todo, de la muerte de todo.
En días como éste, yo siento ansia de esta inercia. Mi pensamiento parece abismado en alguna cueva tenebrosa. Me levanto, doy un par de vueltas por la habitación, como un autómata; me siento luego; cojo un libro; leo cuatro líneas; lo dejo; tomo la pluma; pienso estúpidamente ante las cuartillas; escribo seis u ocho frases; me canso; dejo la pluma; torno a mis reflexiones... Siento pesadez en el cráneo; las asociaciones de las ideas son lentas, torpes, opacas; apenas puedo coordinar una frase pintoresca... Y hay momentos en que quiero rebelarme, en que quiero salir de este estupor, en que cojo la pluma e intento hacer una página enérgica, algo fuerte,algo que viva... ¡Y no puedo, no puedo! Dejo la pluma; no tengo fuerzas. ¡Y me dan ganas de llorar, de no ser nada, de no ser nada, de disgregarme en la materia, de ser el agua que corre, el viento que pasa, el humo que se pierde en el azul!"

José Martínez Ruiz "Azorín"

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