domingo, 3 de noviembre de 2013

23:29



Observé cómo dormía durante toda la noche. A veces se giraba y respiraba algo más fuerte, con agitación, haciendo vibrar mi preocupación y mis ganas de abrazar su sueño. Inmediatamente buscaba mi brazo y, al encontrarlo, su respiración retomaba una tranquilidad que balanceaba lentamente su cuerpo con la delicadeza de una pluma que cae poco a poco, de forma pendular, dibujando pequeñas ondas en su caída. Otras veces me abrazaba con una sonrisa que iba relajándose hasta dejar su boca entreabierta y su gesto calmado. Recuerdo esas veces con especial cariño; me acercaba tanto a su pecho que sentía que podría atravesar su piel y quedarme allí, dentro de su calma. Durante todas esas ocasiones intenté besar su corazón como si este se tratara de agua para mi sed.
A lo largo de la noche no dejé de mirarla ni un solo segundo. Llené su mirada ausente de miradas mías que la buscaban más allá de la noche y de su estado de somnolencia, más allá de los segundos y del casi inexistente espacio que nos separaba. Me preguntaba con frecuencia si ella estaría pensando en mí en la alternancia de aquellos episodios nocturnos de giros y respiraciones que se dilataban y contraían tanto como yo pensaba en ella en la extensión de todo mi tiempo. Al no obtener una respuesta, opté por continuar acariciando su pelo, sus mejillas, sus hombros, sus párpados.
En una ocasión abrió los ojos. Brillaban. Pensé que ese brillo debía ser similar a la luz cegadora que nos acoge cuando abrimos los ojos por primera vez; una luz inmensa, infinita, pero amable y sosegada a la vez, como un abrazo dispuesto a permanecer ejerciendo la misma presión sobre nosotros durante toda su existencia. Después me dio los buenos días y volvió a entrar en un profundo sueño.
Observé cómo dormía durante toda la noche y cuando al fin llegó el verdadero "buenos días" recordé que yo todavía no había dormido, pero eso no era realmente importante.
No era para nada importante.

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