viernes, 19 de febrero de 2016

22.59 [nada]

Café sin azúcar y silencio. Me miras. Un silencio negro como la onda de tu cabello; "sin azúcar, gracias". Aquella mañana veía luces blancas dentro de la oscuridad de mis ojos, relampagueando con la fuerza de la misma sangre; torrentes sanguíneos en el fondo de la mirada, sangre blanca, sangre sin color, unidad de todos los colores en el centro para verterse en la ausencia absoluta. Latidos en las sienes. De nuevo esos malditos focos. No se iban, no querían irse, no se van. Los seguí viendo incluso cuando mis ojos ya se habían abierto a la verdadera luz; no miraba. Todas las formas eran una, entonces; desde ese punto empezaron a serlo, empezaron a concentrarse en un único espacio donde todo se desmaterializaba una y otra vez, incesantemente, rindiéndose al eterno fluir de la materia hasta volcarse en su origen mismo. Una caricia, entonces: "¿por qué lloras? Sonríe. Qué sonrisa tan preciosa tienes". Seguí el sonido punzante de sus pasos hasta el asiento de siempre. Automático: avanza, toma un libro, se apoya, cruza las piernas y lee algunos versos. Su mirada iba de mis ojos al texto; yo preferí observar el continuo ir y venir de su respiración. Veía su propia vida golpeando los márgenes de su cuerpo, atrapada para siempre en la suave prisión de su piel. Su voz, siempre irritante, sonaba diferente. "¿Recuerdas? ¿Recuerdas cuando...?", pero no recordaba. La observaba respirar, latir, y sus ojos me veían mirar. Negros, centelleantes, con el brillo del filo de la espada. "¿Por qué no sonríes más? Eres muy guapa. Tienes una sonrisa preciosa. Unos labios preciosos". Se acercó con el habitual y molesto sonido de siempre. Gestos: colocar mi pelo y mi ropa. Demasiado cerca. En mi cabeza fuego, baile, baile, sangre golpeando las sienes, la furia de tantos siglos en guerra corriendo por el laberinto de venas que elevan el cuerpo al más puro de los misterios de la arquitectura. "¿Recuerdas cuando...?". ¿Qué recuerdo, qué pienso? Todo cobra una lentitud excesivamente artificial; sus labios se mueven lentos en mi cabeza. Tiene un atractivo extraño, o quizá no lo tenga. Sangre, sangre. "Escríbeme un poema. Para mí". Sangre, sin forma, sin color. Solo sangre. La agudez de su voz se reduce considerablemente, cayendo hasta el susurro. Escribo sin decir nada. Noto su presencia en mi espalda como la certeza, vestida de negro, de la guadaña. Se acerca un poco más. La sangre vuelca, se derrama, se alza de nuevo; soy un animal, una puta, no tengo nombre y no pertenezco a ninguna patria. "¿Recuerdas...?"; no: cállate. No tengo recuerdos; nada me forma, no pertenezco a ninguna de esas pequeñas celdas que constituyen el panal de la memoria. Pero no hablo. Soy una puta, un animal; no tengo nombre. Pronuncio lo impronunciable en mi cabeza y todo adquiere de nuevo la forma primera. Habito ese espacio; vacío. "Recuerdo cuando...". Demasiado cerca. Más cerca.
Silencio.
No veo nada. ¿Zumo, café, tostadas? Quizá una cena. Sí, una cena. Odio los medios de transporte. Tomo aire y unos brazos me apresan. "Mi niña...". No soy niña de nadie. Pero quizá... silencio. No veo nada.
En mitad de la bruma el cuchillo abre los límites de la carne. "Si me pides que..."; yo no digo nada. Me limito a sentir ese baile de la muerte en su balanceo lento, y allí, de nuevo, la espiral; de nuevo todas las formas una, y en esa forma única y primera lo vislumbro todo, como si cada contorno se deshiciera para reunificarse eternamente en el mismo núcleo, punto fijo de la visión. Una vez, y otra. Siempre lo mismo. Veo un techo. Giro la cabeza a la izquierda y veo una luz tenue iluminando una modesta terraza y los alargados brazos de un árbol que se derraman en ella. La calidez de su cuerpo es demasiada. Su piel entonces era negra como la onda de su cabello; negra la noche, negros mis ojos verdes. O azules. O grises. No importa. La luz se vierte sobre uno de sus costados. "Basta, tu puñal es una flor que se abre en mis venas. Y no la quiero. No la quiero.", pensaba. No decía nada, nada en absoluto. Aún debía tener cristales de sal en las manos, hierro sin forja en los labios. Pero mi cuerpo no es una fragua. Aquí nada arde; yo no soy tu puta. Tengo nombre, sí. No lo pronuncies. ¿Es esto lo que quería? "Eres preciosa", dice. Calor asfixiante en el cuello. Su respiración es el único sonido en el vacío de una respuesta no formulada; no digo nada. "Y esos labios... dos pétalos". De nuevo un techo; el sabor del metal me llena la boca. Nunca dije nada. No.
Nada.

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