martes, 7 de junio de 2016

Lázaro (II)

Me induje mi propia muerte.
Quería la nada, pero la nada
solo sostendría al pájaro;
quería el centro
y en él la piedra
ya;
el deslizarse fue acaso
un brazo en el agua
y el fondo, un espejo en el que no
reconocerse
aún, palabra
en la que no habitaría ya más nunca
o de la que llevar deshabitada demasiado tiempo.

No había suficiente graduación en la mirada para entender más allá
de la palabra muerte; qué ver
allí
sino a ti de ti arrancado.
Verse cuando no se es, quizá
a través solo
de la aún no muerte
del ojo ajeno, desde el tacto de las retinas,
         sus dedos
sobre la lengua más honda de la conciencia: "creo
que esto soy yo", "recuerdo
que podría ser yo, pero
cómo serme fuera ya".
Fuera.

Aun así me llamaban.
Me llamaban desde el nombre cuando su cáscara
solo recubría la adiposa cáscara de mi piel;
incluso hasta la verticalidad de la carne hundida en metales
llegaban sus voces.
Nadie quería nacerme en sí,
pero me llamaban. Grité.
"Madre", dije, rompiéndose ella
y mi voz al pasar entre las espinas de la garganta.

"Madre", grité de nuevo,
y madre y palabra que la contenían
desaparecieron.

Siempre lo supe. Sabía que la respuesta
era el silencio.
Y pese a ello

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