Creía poder aceptarlo casi todo,
podía montar cualquier esquema
con dos o tres palabras.
Fue entonces cuando decidí pasar
unos días bajo la hierba.
Con la luz del sol lejos,
la tierra, el agua, todo
ardiendo alrededor.
Todo y nada al fin y al cabo,
porque hay cosas que parecen mucho
y después no son
absolutamente
nada.
Así que no importaba.
Quería pasar un tiempo así,
como los muertos.
La misma posición,
el mismo vacío,
la misma ausencia, quizá
pero un corazón latiendo en el bolsillo.
Presenté mi respeto así por ellos
y les acompañé, porque todos
necesitamos compañía de tanto en tanto,
aunque estemos muertos.
Llevaba ya mucho tiempo
bajo la hierba, con todo y nada.
Ya no eres tú,
sino otro tú, un poco más lejos.
Llegado ese punto, sólo buscas
lo esencial, creo,
porque el resto de cosas
no tienen mucho valor,
o por lo menos, no tanto
como quieren aparentar.
Entonces, recuerdas muchas cosas
que te golpean la cabeza
y se golpean unas a otras,
y rebotan, y se pierden
en algún lugar.
El frío no es tan frío, piensas.
Y es verdad.
Sólo son frías las raíces
que se enredan con el pensamiento
(si es que queda
o si es que ha habido alguna vez
una pizca de eso).
Todo está muy enredado, piensas.
El frío no es tan frío, es cierto,
pero tiritas, así que te vas,
porque estar ahí no significa nada.
Lo arañas todo,
las uñas llenas de tierra
y de muerte por todos lados.
Te sacudes un poco la ropa
y caminas, como quien empieza a hacerlo
pero conociendo las quebraduras del abismo.
Y te sientes mucho mejor, o peor,
porque no distingues muchas cosas.
Al rato, llegas a tu casa, te sientas
frente al mismo juez; las mismas teclas,
y otra vez vuelves a caer.
Escribes como quien empieza a escribir
pero conociendo el dolor, y manteniendo
ese mismo dolor de siempre
que no ha cambiado
(o eso quieres creer).
Y otra vez la rueda.
La misma basura
y las mismas manos
-esta vez, cubiertas de tierra.