El viejo arte de quemar recuerdos
es el amargo sabor entre los dientes
con su tallo de flor marchita.
El paraíso está ya lejos de nosotros,
como una visión cegada de lo que puede
y nunca llega a ser fuera del imaginar
de nuestros ojos cansados.
Sí. Podría cambiar mil cajas de lugar,
remodelar mis incesantes paredes y mis calles
(¡mis tristes calles de tambores,
casi sin ritmo ya!).
Podría cambiar todo por un pedazo de paraíso,
pero cuando las luces se apagan, a veces
es mejor el ascua de la luna encenizada que esperar,
de forma estúpida, besar el sol
con la punta de los dedos.
Y sabes bien, casi mejor que yo,
que el sangrar de mis yemas es un llanto
crudo y oxidado, que no para de cantar
(hasta que llegue la noche
y su oscura lengua todo lo cure).
jueves, 15 de marzo de 2012
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