"Jorge no era como lo habíamos imaginado. No era ni el dios, ni el viento, ni el loco y salvaje huracán del que hablara es Mariné, el Chino y Borja mismo. Jorge de Son Major era un hombre cansado y triste, cuya tristeza y soledad atraían con fuerza. Viéndole, oyéndole hablar, mirando su cabello casi blanco, sentí que amaba aquel cansancio, aquella tristeza, como nunca amé a nada. Acaso porque poseía cuanto yo deseaba. Aquella precipitada huida, la pena por Kay y Gerda, por Peter Pan y la Joven Sirena, me parecían salvadas. Porque encontraba en el cansancio de Jorge algo como un regreso mío en él hacia un lugar que ni siquiera sabía nombrarme. Verle allí, con su raída chaqueta de marino, en el jardín amurallado, Jorge de Son Major, refugiado en oscuras rosas, en recuerdos. Deseaba alcanzar, beber sus recuerdos, tragarme su tristeza («gracias, gracias por tu tristeza»), refugiarme en ella para huir, como él, hundida para siempre en la gran copa de vino rosado de su nostalgia, que me invadía mágicamente. Con las cenizas esparcidas del Delfín, regando flores. Aquello -me dije- tal vez era lo que los adultos llamaban el amor. No podía saberlo, pues nunca había amado a nadie. No me atrevía a moverme para que su brazo no se deslizara de mis hombros, para no perder aquel brazo, como si fuera todo lo que me unía a la vida. Deslumbrada por su vida ya completa, quizá por su ausencia de esperanza. Acaso lo único que él aguardaba fuese la visita de la Dama Negra, y yo (pobre de mí, insignificante criatura con mis vacíos catorce años, ¿cómo podría enterarle de que ya no era como Kay y Gerda?) tal vez podría servirle como una muerte pequeña. Desesperada, miraba su cabello blanco y suponía su corazón encerrado tras la vieja chaqueta azul, como un montón de cenizas, igual que el Delfín. ¡Si yo pudiera alcanzar su tristeza y su cansancio, apoderarme de ellos como una pequeña ladrona! Y un dolor vivísimo me llenaba, a un tiempo que un terrible y desesperado amor, como no he sentido después, jamás."
Ana María Matute