jueves, 19 de octubre de 2017
lunes, 31 de julio de 2017
[S.]
Rechazó toda compañía -incluido el propio vigía- y se enfrentó, solo, a la gran tiniebla del mundo, a la enorme y oscura pregunta de lo desconocido. Se sintió solo bajo la inmensidad de un cielo que parecía ignorar o despreciar palabras o memoria, que anulaba o reducía a la nada innumerables sabidurías anteriores -presentidas, leídas, o totalmente desconocidas- ... Un escalofrío le atravesó, como un rayo. Si no hubiera tenido tan clara conciencia de haber nacido Rey, se habría arrodillado.
Encarado a la oscuridad, sólo una palabra acudió a su mente, tan inquietante como arrinconada: «Dios».
Ana María Matute
[chipping at the devil till he's done]
viernes, 26 de mayo de 2017
jueves, 25 de mayo de 2017
4.02
Volver, nosotros, para arder en el aire
como pájaro o palabra.
Si fuéramos solo después del fuego, decías,
mientras te adentrabas -tenue,
transparente imagen de ti
sin nada tuyo que la sobreviva-
en la plenitud de la llama que se calcina a sí misma;
llama sola, tú. Como rosa
sin porqué.
Sumergirse en el centro de la luz, entonces; descenderte
a la noche
sin saber que su sombra se extendía ya
sobre la suspensión absoluta de tu ausencia.
Rosa sola, tú. Tu voz
frente al silencio donde ardía.
Volverte.
Y, solo al fin, desde las cenizas
volvernos, otros.
Sin porqué.
como pájaro o palabra.
Si fuéramos solo después del fuego, decías,
mientras te adentrabas -tenue,
transparente imagen de ti
sin nada tuyo que la sobreviva-
en la plenitud de la llama que se calcina a sí misma;
llama sola, tú. Como rosa
sin porqué.
Sumergirse en el centro de la luz, entonces; descenderte
a la noche
sin saber que su sombra se extendía ya
sobre la suspensión absoluta de tu ausencia.
Rosa sola, tú. Tu voz
frente al silencio donde ardía.
Volverte.
Y, solo al fin, desde las cenizas
volvernos, otros.
Sin porqué.
martes, 7 de febrero de 2017
Primera memoria
"Jorge no era como lo habíamos imaginado. No era ni el dios, ni el viento, ni el loco y salvaje huracán del que hablara es Mariné, el Chino y Borja mismo. Jorge de Son Major era un hombre cansado y triste, cuya tristeza y soledad atraían con fuerza. Viéndole, oyéndole hablar, mirando su cabello casi blanco, sentí que amaba aquel cansancio, aquella tristeza, como nunca amé a nada. Acaso porque poseía cuanto yo deseaba. Aquella precipitada huida, la pena por Kay y Gerda, por Peter Pan y la Joven Sirena, me parecían salvadas. Porque encontraba en el cansancio de Jorge algo como un regreso mío en él hacia un lugar que ni siquiera sabía nombrarme. Verle allí, con su raída chaqueta de marino, en el jardín amurallado, Jorge de Son Major, refugiado en oscuras rosas, en recuerdos. Deseaba alcanzar, beber sus recuerdos, tragarme su tristeza («gracias, gracias por tu tristeza»), refugiarme en ella para huir, como él, hundida para siempre en la gran copa de vino rosado de su nostalgia, que me invadía mágicamente. Con las cenizas esparcidas del Delfín, regando flores. Aquello -me dije- tal vez era lo que los adultos llamaban el amor. No podía saberlo, pues nunca había amado a nadie. No me atrevía a moverme para que su brazo no se deslizara de mis hombros, para no perder aquel brazo, como si fuera todo lo que me unía a la vida. Deslumbrada por su vida ya completa, quizá por su ausencia de esperanza. Acaso lo único que él aguardaba fuese la visita de la Dama Negra, y yo (pobre de mí, insignificante criatura con mis vacíos catorce años, ¿cómo podría enterarle de que ya no era como Kay y Gerda?) tal vez podría servirle como una muerte pequeña. Desesperada, miraba su cabello blanco y suponía su corazón encerrado tras la vieja chaqueta azul, como un montón de cenizas, igual que el Delfín. ¡Si yo pudiera alcanzar su tristeza y su cansancio, apoderarme de ellos como una pequeña ladrona! Y un dolor vivísimo me llenaba, a un tiempo que un terrible y desesperado amor, como no he sentido después, jamás."
Ana María Matute
Ana María Matute
jueves, 5 de enero de 2017
2.47
La enorme pupila de la noche ahogó el pulso blanco de la luna. Había soñado entonces, como tantas otras veces, con aquellos destellos de silicio que parecían escurrirse desde la muñeca hasta los finos márgenes de los dedos. Nunca logré retenerlos. Aparecía siempre en la plenitud de mis esfuerzos aquella mujer con ojos como puñales y recogía el líquido, que seguía resbalando pesadamente por mis manos sin que yo pudiera remediarlo. Su voz, como un cántico, me inundaba mientras persistía en su secreta labor; entendía no sus palabras, sino su tono. El veneno amargo, dulcísimo veneno de aquel tono que me llenaba los oídos y que se deslizaba calmado y letal como sangre por las venas. Ella, que parecía comprender los movimientos entrecortados de mis dedos, continuaba su ritual mientras asentía como respuesta, tal vez, a mis débiles impulsos. Creo que aquella noche intenté articular alguna palabra. A decir verdad, no podría asegurar si fue esa noche en concreto, o la previa a esta, o quizá todas ellas; cada noche puede haber sido la misma sin que yo lo llegue a saber jamás. Lo único cierto es que quise desentrañarme a través de mi propia voz. Y fracasé.
Los destellos me cegaban. Resbalando, resbalando siempre a través de mis manos hacia las suyas, como si yo resbalara también hasta ella y mi realidad se hiciera extensible para alcanzar su cuerpo. Un proceso extrañamente cálido desde el que asistir, cuando mis pupilas se ahogaban también en aquel ojo inmenso de obsidiana, a la lenta forja de un vínculo inexplicable que solo tenía validez en la paradójica instantaneidad del tacto.
Un vínculo anterior, quizá, al propio sueño.
Pero en su fragua siempre hubo algo pausadamente turbio que traspasaba los finos límites de ambas pieles; un hálito atroz e inmaculado, como la contemplación de la destrucción y su capacidad incomprensible para conservar reminiscencias de una cierta e inalterable belleza. Blanquecina hermosura de la sordidez -pensaba durante todas aquellas noches que siempre fueron una-, diluyéndose lentamente en la espesura de la sangre.
Seguía latiendo algo metálico en todo aquello, como una vena más oscura, incluso, que todos los sueños anteriores al sueño mismo. Pero yo no podía temer ningún mal, porque, cegada por él, era incapaz de verlo o de intuir sus formas.
Tan mías.
Los destellos me cegaban. Resbalando, resbalando siempre a través de mis manos hacia las suyas, como si yo resbalara también hasta ella y mi realidad se hiciera extensible para alcanzar su cuerpo. Un proceso extrañamente cálido desde el que asistir, cuando mis pupilas se ahogaban también en aquel ojo inmenso de obsidiana, a la lenta forja de un vínculo inexplicable que solo tenía validez en la paradójica instantaneidad del tacto.
Un vínculo anterior, quizá, al propio sueño.
Pero en su fragua siempre hubo algo pausadamente turbio que traspasaba los finos límites de ambas pieles; un hálito atroz e inmaculado, como la contemplación de la destrucción y su capacidad incomprensible para conservar reminiscencias de una cierta e inalterable belleza. Blanquecina hermosura de la sordidez -pensaba durante todas aquellas noches que siempre fueron una-, diluyéndose lentamente en la espesura de la sangre.
Seguía latiendo algo metálico en todo aquello, como una vena más oscura, incluso, que todos los sueños anteriores al sueño mismo. Pero yo no podía temer ningún mal, porque, cegada por él, era incapaz de verlo o de intuir sus formas.
Tan mías.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)