Al abrazar su cuerpo por primera vez sentí todos los cielos en uno solo, uno palpitante y cálido, suave y acogedor como un hogar. Permanecí atrapada en ese templo durante un rato que pareció una vida; fui cariátide para sostenerla y, en cierto modo, para sostenerme también a mí.
Allí alzamos nuestra eternidad. Allí nuestros cuerpos dejaron de ser mármol pulido para ser carne moldeada al hueso, arteria y vena meciendo suavemente la sangre de un único latido; trascendencia sobre toda materia.
Allí nací por primera vez. Había creído llevar muerta todo aquel tiempo, y lo que nunca había sabido ver era que yo jamás había vivido. ¿Quién, entonces, podría arrancarme de aquella nueva mortalidad? Las ausencias más breves entumecían mis músculos y los helaba en piedra si no la sentía, si no podía abrir con mis dedos el amanecer de sus labios. No, no había carros dorados ni caballos desbocados en aquel acto sagrado de realidad recién florecida; sus rosados labios eran la única puerta del alba para mí.
En ocasiones la quise alcanzar. Quise arder en sus llamas y cuanto más me quemaba más ansiaba arder en aquella vida única y real que su abrazo me había proporcionado. Solo podía desear vernos en el centro de la llamarada, porque, ¿qué es el amor sino fuego en el alma y en la vida infierno, como decía aquel poeta barroco condenado a la dramaturgia?
Todavía hoy cuando la veo desnuda, en alma viva, mi propia alma tiembla y se serena embriagada de sensaciones que se entrelazan y besan como los dedos y la piel en el roce de una caricia. Esos momentos son una condena apacible, una cadena que cualquiera se ataría alrededor del cuello con tal de no alejarse demasiados centímetros de su suspiro y de la calidez que desprende el aire que la pasa de largo, incapaz de contenerla en su ingrávido aliento.
Aún hay veces que el miedo del interrogante se planta ante mí, como un verdugo afilando sus armas en mi espalda. El interrogante, sin rostro, siempre vocifera su misma pregunta a través de mis labios; si la perdiera -y pongo en lo cierto que he imaginado esta situación miles de veces-, ¿dónde podría esconderme? ¿Dónde, cuando el peso de un mundo entero no encontraría barreras en unos hombros desvalidos, ensombrecidos sin la caricia de esa mano?
No habría vida para esta muerte en ningún rincón de la noche.
Pero no. No hay noche en el refugio de esta llama; de nuevo el interrogante se desvanece.
El beso de su llamada sigue despuntándome el alma.
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