Entonces, en el vacío colgado en horas muertas y bajo esa "nada" que tanto pesa, llegó el puñal. Ese puñal clavado por quien tanto juró no clavarlo jamás, bajo ninguna circunstancia.
Precisamente por ese motivo, la herida era más profunda que cien puñaladas sin rostro ni manos. Era una herida real, de esas que se abren lentamente, como una flor.
Y cómo duele, joder...
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