"Todos lo hacen
y no pasa nada",
me dijo.
"Tú no eres todos",
pensaba entonces.
Pero qué equivocados
estábamos aquellos días.
Irracional esperanza,
siempre buscando excusas
donde no las hay.
Después de aquella vez,
y pasado ya algún tiempo,
entendí
que la estupidez adolescente
es como un herida
profunda en la rodilla
(puede dejarte cojo
si no la curas a tiempo).
Por su parte, aquella herida
era demasiado profunda
para conseguir sanarse.
Yo intenté curarla
cientos de veces,
miles de veces,
pero la medicina no está hecha
para estudiantes de letras.
Aquella primera vez
cayó junto a las lluvias
de abril o mayo.
Por aquel entonces
yo aún creía en las personas
con fuerza,
como quien pide cada noche
misericordia a su Dios,
y lo hace ciegamente.
Así creía yo,
tan terriblemente ciega.
"Esta vez es la última",
me prometió unas 300 veces.
No hubo una 301
para ninguno de los dos.
Sólo hubo un patético títere
sentado en una silla,
buscando restos de cocaína
en su carnet de identidad.
Al tiempo, nos encontramos
de nuevo, como dos extraños
a los que les cuesta reconocerse.
A él le costó mucho más que a mí,
imagino,
por todo eso
de su drogadicta ceguedad.
Parecía que todo se había quedado
helado con aquellas lluvias
de abril o mayo.
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