La ayuna de mis sueños
como un eclipse enterrado
por la sangre y el hueso.
Me arrancaré los músculos
en el ritual que confirme
que para algunos dos y dos
siempre son cinco;
mis huesos serán la ilusión
hecha ceniza.
En mis ojos arden las paredes.
Alguien desgarra mi mirada
con sus manos de alambre
y ellos siguen ahí.
Presiento sus manos
meciendo la cuna
donde se enredan las venas al dormir;
presiento su frío en mi frío,
la flor abierta de todas las cosas
perdidas en la misma mañana
(o en ese rincón concreto
donde nunca amanece).
Me queda el sabor de la muerte
vomitado en el último café,
pero más allá de eso
alguien tiene que encontrarme.
Estoy gritando y nadie me escucha
y yo he arrancado todo rastro de silencio
para no poderme escuchar.
El miedo me acuchilla los huesos,
y aunque sigo esperando la señal
solo veo flashes concentrados en la herida.
Hay lagunas en la torpeza de mis dedos
y en su incapacidad para recordar
lo que nunca escribo.
Ellos tienen que gritar lo que no grito.
Tiene que haber algo
detrás de aquella puerta;
alguien tiene que escuchar esta rotura
que calla a gritos.
Pero nadie escucha
y nadie tiene ojos para ver.
Quizá para vernos
tendremos que volvernos ciegos.
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