Cristal, cristal, cristal. En todos ellos pálida, despeinada, seria. Una sombra pesada y tediosa. Para. La sombra ahora es estática y parece quedar definida por unos instantes. Pálida y altiva. Ese rostro, ¿eres tú mi rostro? Interrogo sin respuestas. Le hablo de nuevo: ¿eres tú mi rostro? Pero ninguno de los dos contestáis, voces sin figura.
No recuerdo el primer día que me vi a mí misma. Simplemente yo estaba allí cuando me encontré. Estaba allí ya, con mi voz, con ojos extraños, con algo que recordar: nombres, una madre, un padre, un hermano, tíos, primos, poco más. De los cinco años recuerdo solo a mi perro. De los seis, que el día antes de mi cumpleaños no quería cumplir los siete. De los doce cuando te enseñé a mirar fijamente a los ojos o cuando fingía estar muerta. Quizá solo me recuerdo a través de los que dijeron conocerme, porque no puedo ubicar muchos más puntos en esta conciencia derramada. El diente perdido en clase, el dolor y la ausencia de la mujer de ojos verdes, el frío y los insectos de aquella casa; no. No parecen sino fragmentos desgajados de algo superior que nunca me perteneció realmente. Donde nunca pertenecí, tampoco.
Creo que nunca he pertenecido a ningún sitio concreto, a nadie concreto, a nada en concreto. Las cosas simplemente se sucedían y yo observaba. Tímida, silenciosa, altiva, como si acaso una parte de todo aquello me perteneciera o me hiciera pertenecer a algo más allá de mí misma. Y no. Espesa, tediosa sombra arrancada de la tierra y alzada para presentarse ante mí sin aviso previo. "Piramidal, funesta, de la tierra", pienso. Y tú lo oyes dentro de ti como lo oigo yo ahora, en este punto de distancias entre lo que tú eres y lo que yo ya he sido.
Te interrogo aunque ninguna de las voces vaya a contestarnos. ¿Pensabas que me había ido? Sí, es cierto, voz sin rostro que tomas mi forma que no conoces en ese cuerpo otro que te canta; te he echado de menos. ¿Quién se fue? ¿Fui yo o fuiste tú? O los dos, o ninguno.
Esta lengua metálica que lame la sequedad del campo me arrastra irremediablemente sobre jirones de sombra, pálida y tediosa articulación en la sucesión de cristales de tren en movimiento hasta la llegada al destino. Ahí, por unos segundos, silencio. Profundo, oscuro.
Y se abren las puertas.
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