Extraña paz de metal la que me moja las manos desde tu ausencia. Esperaba, quizá en la proximidad incorpórea desde la que me habitas, que tu nombre me regresara para pronunciarte, pero el nombre al que perteneciste no tiene cabida ya en mi lengua; tan amplia como para no encontrarnos en su porosidad incluso cuando sabemos nuestra presencia o la intuimos, a tientas, sin cruzarla.
Pequeños cuchillos de cristal cantan desde el cuerpo fragmentado de la lluvia. Finos como agujas silban canciones remotas entre los labios del aire, aun con los cuerpos desnudos latiéndose desde sus bocas, aun con la voluntad de hacerse olvido en la yerma germinación de las pieles; incluso ahora que algo se deshoja sin por qué silbarán estas dagas que se llueven, sin más, por la profunda y oscura herida del cielo, donde pequeñas formas rozarán sus alas hasta que una de ellas bese la húmeda cintura de la tierra. No podrá hacerse nada: el cadáver seguirá muriendo lento y oloroso como un rosal.
Y la caída lo hará piedra.
Extraño metal de tu ausencia el que me mojas en las manos. Un último canto de cristales me recuerda que la noche habrá querido llegar hoy a tiempo solo para guardar la luz de tus ojos entre sus manos; entre otras -quién sabe cuáles-, los espesos ríos de tu conciencia se derramarán, de nuevo, en la misma muerte de cada noche. Siquiera en ti quepan entonces las raíces de tu nombre que no encuentro.
Siquiera en este espacio metálico entre la mirada y los ojos pueda yo recordarte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario