Entra la brisa de mil años por tu balcón abierto. Allí, cuando tumbada desnuda sobre tu lado izquierdo me susurras lo cansado que es saber que se es, pronuncio tu nombre hasta deshacerte en él o hasta que él se deshaga en sí mismo; tan peligrosamente incómoda la identidad, cuando tan sencillo es el reverso de las manos.
Formas de mujer hundidas en tu cama como vestigio visible de las formas otras que hemos habitado para deshabitarnos, al fin, en ellas. Arriba, fragmentos solares deshojan el cielo de tus ojos; la tarde -o tu mirada-, a través de la fría espada clavada entre nuestros cuerpos y su sed, clarea la luz anteriormente contemplada: no conoce más. Tú allí, desde ella, atrapas en tu transparencia de acero los pétalos de su brillo como si toda tú de piedra, como si acaso fuera posible capturar lo existente antes de palpar el cuerpo de su ausencia en su nocturno deshilarse. Suspiras: tu cuerpo se eleva para ascender, después, en su caída; yo oigo tu volver a ti misma con la suavidad de la carne abriendo flores de blasfemia en la blancura de tus sábanas (piel de la cama sobrevivida a tu propia piel sin saberse ya quién cubre a qué: si piel a colchón, si sábana a músculo y a su roja prisión de sangre).
Anticipada a la noche me acercas el rumor lejano de los cristales de la luna entre las manos. Cerradas; arriba, abajo, arriba..., pero tan quietas siempre como tú misma, que estando queda me traes la vibración de tus dedos a la flor del alba de la boca. Así, solo ondas de tu antiguo vibrar cuando tu murmuro de mar sin sueño rasga las telas del silencio: tú tanta sed; yo arrastrada constantemente a las oscuras orillas sin nombre de tu carne abierta, y en el agua aún el ansia de ella misma, aún la necesidad oxigenada de decirnos una y otra vez para dejar de sernos y ser, sin más, canto en la otra. Cerradas todavía; el mosaico de tu voz me llama desde tus manos para desatar en saliva y piel los límites de la tarde clara. Y cantan en mi boca estas manos que eres tú, que te prolongan en mí hasta nacerte en el útero de mi carne: son tú, te eres. Manos tuyas, tus manos cuando necesariamente tienes que ser tú, donde debes serte hasta desnacerte en su mismo centro; estas manos, tus manos: eres tú.
(quién sabe ya
a qué remota morada del alma me llevan
esas manos)
Ayy...!!
ResponderEliminar¿Qué te duele, mujer de mis ojos? (:
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