Esta mañana he vuelto a mi antiguo patio.
Es curioso, pero hace menos de un año pasaba allí mis mañanas. Y es curioso también pensar que, en primero de la ESO, para mí ese lugar no tenía la más mínima importancia.
Durante el verano de 2006 (si no recuerdo mal), mi madre nos llevó a Óscar y a mí a visitar lo que iba a ser nuestro nuevo “centro de estudios”. Al pensar en ese día sonrío con una gran nostalgia, pues mi madre dijo satisfecha “
aquí está tu nuevo colegio”, y yo (pobre de mí), le contesté: “
¿dónde?”.
“¿Dónde?”. Allí únicamente pude ver un garaje pintado de verde. Mi madre insistió, señalándome dicho garaje, y me sentí profundamente decepcionada al darme cuenta de que aquello iba a ser mi futuro colegio. A decir verdad, mi decepción fue creciendo a medida que me iba adentrando en aquel curioso lugar, en el cual no había ni patio, ni gimnasio, y en el que (a diferencia del resto de institutos) sólo había una clase para cada curso.
“
¿Cómo me ha podido meter mi madre aquí?”, pensé. Acababa de salir del colegio público Ramon Llull, un lugar grande, amplio, infinito ante los ojos de cualquier niño. Es cierto que aquel centro no creó en mí ningún tipo de lazo “inquebrantable” hacia él, pero aún así, fue mi escuela durante muchos años (ocho, exactamente).
Y de repente me encontraba allí. Delante de un garaje verde, con una cara de incredibilidad digna de la mejor bofetada.
Al empezar las clases, la cosa no mejoró demasiado. La primera impresión del instituto no fue buena, pero la segunda fue peor si cabe. Me encontraba en medio de una aglomeración de gente dispersa en aquel sitio laberíntico, acompañada de extraños y con unos profesores que, a simple vista, daban miedo.
Sentía que aquel pequeño lugar se me hacía grande. Todo era demasiado “adulto”, pero la verdad es que con los años te das cuenta de que esa es la típica sensación que se tiene cuando se es pequeño.
El tiempo empezó a pasar como una suave brisa. Era casi imperceptible, pero todo iba avanzando con una rapidez que no éramos capaces de notar. Los días se hicieron semanas, las semanas meses, y así pasaron cuatro años.
Los cuatro mejores años de mi vida.
Cuando me acostumbré a estar allí día tras día, me di cuenta de que aquel sitio era mi hogar. Un hogar pequeño y desastroso, pero cálido y acogedor a la vez. Si me encontraba mal, me sentaba en el borde de la entrada del lavabo hasta que se me pasaba. Si sentía algún tipo de incertidumbre, siempre había alguien para hablarlo y para sacarme una sonrisa.
Éramos una pequeña piña que nadie podía partir.
Allí he perdido y he ganado buenas amistades. He conocido a los mejores profesores del mundo, he aprendido a ser mejor persona y he sido feliz como nunca.
Parece mentira, pero aquel centro se convirtió en mi vida entera.
Y en cuarto de la ESO, cuando ya era plenamente consciente de todo lo que significaba
Nuestra Señora del Mar – García Lorca para mí, me di cuenta de que aquello se acababa. Se acababan los paseos por los pasillos, los ratos en la sala de profesores, los días de gimnasia en el Estruch, las risas en Pau Casals (nuestro patio de tercero y cuarto)... se acababa todo.
Y por mucho que quisiera aferrarme a esas paredes, el tiempo era un juez implacable que ejercía su peso sin excepciones.
Admito que irme de allí me dolió en lo más profundo del alma. Sentí como si me hubieran partido por la mitad para dejar en esas clases una parte de mí. Pero es ley de vida. Estamos de paso, y Nuestra Señora del Mar era un lugar más por el que debía pasar.
Ahora estudio primero de bachillerato en un nuevo instituto mucho más grande, con patio, con gimnasio, con varias plantas y hasta con ascensor. Pero no es lo mismo. Cuando estoy en mi nueva clase, no hago más que pensar en la anterior. Cuando veo a los profesores me siento bien, porque admito que son unos profesionales excepcionales, pero no es lo mismo.
Nada es lo mismo.
Este es un lugar bonito, sí. Y frío. Somos un puñado de desconocidos que deambulan de arriba a abajo sin dirigirse una triste mirada. En este edificio sin alma todo es muy distante, y no soy capaz de encontrar ese toque especial que pude hallar en aquel curioso garaje. Porque lo importante no son las apariencias. Ese colegio era una ruina, sí. Pero que sea más o menos bonito no implica que sea mejor o peor. Y aquello podía ser un desastre aparentemente, pero su calidad y su humanidad eran inigualables.
Por eso, cuando la gente me pregunta “
¿qué instituto me aconsejas tú para meter a mi hijo/a?”, contesto: “
llévalo/a a Nuestra Señora del Mar, porque yo he estudiado allí y, si me dieran a elegir, volvería a hacerlo un millón de veces”.
Esta mañana he vuelto a mi antiguo patio.
Es curioso ver cómo pasa el tiempo, pero por unos instantes me he sentido como si ese incesante “tic tac” no hubiera hecho tantos estragos en mi vida. He estado tomando un café con dos profesoras maravillosas, sentada en aquel bordillo de Pau Casals. Aquel bordillo de siempre.
Y al estar allí, he sentido una calidez y un agradecimiento que no soy capaz de expresar con palabras, y me he dado cuenta, además, de que Nuestra Señora del Mar sigue siendo mi hogar y lo seguirá siendo siempre.
Me he dado cuenta que allí sigo teniendo una familia.